22.11.09

así, sin más...

Porque tu pelo huele a esos días de verano de cuando eras niño y viajabas en el coche con toda la familia y el perro sacaba la cabeza por la ventana, camino de la playa, con el sol reflejándose en el mar.
Porque tus ojos profundos son como dos estrellas caídas del cielo que aún conservan el toque inocente de la infancia y sin embargo encierran el fiero temple del guerrero que sobrevivió a la vida.
Porque cuando me ducho siempre entras a hurtadillas en el baño y te sientas a esperar que salga, empapada, con la toalla en la mano y una cara sonriente dibujada en el vaho del espejo.
Porque cuando horneaba esas asquerosas madalenas que siempre se me quemaban tú te comías la mitad de una y la otra se la dabas al gato, que salía espantado nada más olerla, e intentabas que dejara de cocinar.
Porque cuando vamos a comer a un restaurante oriental siempre te ríes bajito por lo mal que manejo los palillos, y al final acabas pidiéndome tenedor y cuchillo y yo te piso por debajo de la mesa.
Porque todas las mañanas, mientras el sol se cuela por la ventana, tus dedos sobre mi espalda bailan al son de los latidos del corazón mientras exploran bajo las sábanas, y la cafetera pita desesperada en la cocina.
Porque cada vez que salimos a la calle me coges por la cintura y me compras un clavel para enredármelo entre el pelo y acabas besándome de esa forma que tan solo se utiliza cuando no hay nadie, y todos nos miraban.
Porque ponías los ojos en blanco de desesperación cada vez que te ganaba al ajedrez a pesar de tus esfuerzos por hacer la mejor jugada mientras te restregaba que yo era mejor que tú en el tablero, y tú te ibas a la cocina sin decir nada y horneabas esas deliciosas madalenas que a mí nunca me salían, evidenciando que eras mejor que yo en la cocina.

Te odio.

Por todo eso te odio.
Porque un día, con toda la desconsideración del mundo, sin decirme nada, sin avisar, te moriste.
Así, sin más.
Y me dejaste aquí sola, llorando en el ático, sin el olor de las madalenas, ni el de los claveles, ni el de tu pelo de verano. Sin tus risas de agua clara ni tus juegos de palabras. Sin la energía de tu voz de tenor. Sin las tardes de silecio compartido abrazados en el alféizar de la ventana, viendo cómo el sol se hundía en las entrañas de la tierra.
Te odio, profundamente, pero no por el hecho de que te marcharas, si no porque dejaste en mi cabeza todos tus recuerdos, tus sabores, tus sonidos y olores.

Porque resulta que, después de todo, si no estás conmigo no se qué hacer.
Y me siento perdida.
Joder.




Imagen: Flirck

18.11.09

la fotógrafa

A las 7:43 de la mañana el metro es una enorme lata de sardinas.

Hay tanta gente apretujada que la fotógrafa ni si quiera necesita guardar el equilibrio para seguir de pie y se deja mecer por el vaivén, clavando la vista pensativa en el techo. Cuando se redujo la marcha el letrero de la próxima estación se iluminó en fosforito, y la mujer afianzó la cámara de fotos en sus ágiles manos, para no perderla, presta a salir y captar esos instantes fugitivos con los que se ganaba la vida. La gente comenzó a salir a borbotones por las puertas abiertas como heridas supurantes en una enorme bestia de metal, y cada cual siguió su camino.

Barrió el andén con su curiosa mirada bicolor, atenta, tensa como un depredador acechante, experta cazadora de imágenes. No vio nada. De odo que dejó que la cámara colgase de nuevo del cuello y comenzó a andar con las manos en los bolsillos delanteros del vaquero, sacando los pulgares, sin dejar de estar a la expectativa. Esa era, con mucho, su mejor parada. Era sucia, mal ventilada y pobre. Pero con una luz peculiar y cientos de historias soterradas. Tenía, como muy pocas, su propia personalidad, chabacana, ruidosa y especial; y por ella desfilaban todo tipo de personajes.

Los mendigos solían manchar en andén aquí y allá, entre basuras y cartones de letras rojas que rezaban la palabra frágil, y cuyos pies de zapatos gastados asomabana bajo un burruño de ajadas desgracias. A veces los acompañaban un gato tuerto o un perro cojo, que se sentaban a su lado y veían pasar la vida enlatada en ráfagas de viajes subterráneos con total indiferencia.

Los músicos ambulantes suenan sus desgajadas melodías callejeras, falsamente alegres, mientras cantan, bailan o hacen malabares. Hoy hay dos nuevos huéspedes en la estación. Uno de ellos es un gracioso mimo de baja estatura que pinta su cara como la de un triste pierrot. El otro es un viejísimo saxofonista huesudo, sentado en el suelo, cuyos ojos blancos, tanto como los dientes de su sonrisa franca, contrastaban con la piel negra y curtida. Y de su saxo brotaba la melancolía hecha canción. La fotógrafa se acuclilló tomado posiciones, a unos metros, y comenzó a trabajar. Cuando ya no quedaron más instantesque robar se acercó al hombre y le cogió una mano despacio, para queno se asustase, y depositó entre las arrugas un billete de veinte.

-Aquí tiene una propina de veinte, abuelo. Gástela en engordar un poco.

Y se alejó con el paso elástico que la caracterizaba, a ver qué más había por allí. La estación es, también, terreno de caza de todos aquellos parias de la sociedad, y pasan de incógnito y en silencio bajo el fluir monótono de la vida. Es de allí de donde ha sacada la mayoría de sus fotos, algunas premiadas, incluso, y fue allí donde la vio por primera vez.

Lo primero que captó fueron sus ojos de gato salvaje, tan negros que no se distinguía la pupila, de pestañas largas. Se apoyaba con indolencia en la pared mientras contaba las ganancias sacando la puntita de la lengua entre sus jugosos labios carnosos, concentrada. El pelo negro caía por los hombros en espesos bucles arremolinados sin ton ni son, enmarcando su rostro de mujer joven. Estaba medio desnuda, pues tan solo vestía un escueto pantalón que bien podría haber pasado por bragas, un top que ceñía su pecho generoso, unas chanclas y un bolso. El resto era piel de delicioso tono chocolate envolviendo su voluptuoso cuerpo de mulata.

Y la fotógrafa sintió una sacudida salvaje. Automáticamente las manos volaron hacia la cámara y el dedo sobre el botón desapareció en su rapidez. Sin embargo la joven alzó de pronto sus ojos felinos y la examinó atentamente antes de salir corriendo, como alma que lleva el diablo. Y antes de que la mujer pudiera darse cuenta, la chica ya había desaparecido. Se quedó con la cámara suspendida e el aire y la boca abierta en un jadeo de asombro. Quiso salir tras ella y darle alcance, pero no se movió, abrumada por lo que acababa de pensar. Por lo que estaba ocurriendo.

¿Por qué iba a salir tras ella?
Es más, ¿por qué jadeaba?
¿Por qué tenía el pulso acelerado?
Intentó serenarse. Y no pudo.

Porque el pulso se le aceleraba cuando pensaba en esas piernas morenas, torneadas. En la esbelta cintura, de deliciosa curva. Jadeaba cuando sentía el impulso de comprobar si sus pechos parecían tan sólidos bajo ese apretado trozo de tela. Quería salir tras la chica para poder completar el trabajo que su mente había comenzado.

Respiró hondo, intentando calmarse, sin encontrar respuesta a lo que ocurría en su interior.
Preguntando sin comprender se por qué de nuevo sentía los instintos equivocados.

Y si volvería a ver aquellos ojos gatunos.

12.11.09

la buhardilla

Mi abuela tiene una diminuta casa de campo, casi en la nada, pero a tan solo diez minutos de apacible paseo hasta la carretera asfaltada más próxima.

La heredó de su madre, y a su vez ella la heredó de su propia madre, mi tatarabuela, y nada más verla, ya de lejos, se puede apreciar que la casita no está en medio de la naturaleza, sino que pertenece a ella. Su jardín delantero es tan pequeño y recogido que la infinidad de plantas que crecen en él suelen saltar el murete de piedra vieja para desparramarse por doquier, como aventureros de un nuevo mundo. En una de las esquinas crece un robusto manzano, tan grueso como el abrazo de dos hombres y rudo y salvaje, pero que da las manzanas más dulces que yo haya probado jamás. Fue, durante mucho tiempo, el silencioso guardián de mis juegos a su sombra y entre sus ramas. El caminito que lleva desde el murete hasta la puerta desportillada muchas veces, en primavera, ni si quiera se ve, y uno tiene la impresión de que acaba de viajar a la selva. Una selva, sin embargo, cortés, que invita con soplos de brisa juguetona a que te adentres sin miedo. A mi abuela le gusta mucho su jardín y lo cuida con esmero, pero no como un jardinero. Deja que las plantas crezcan a su gusto, en la dirección y de la manera que más les plazca, y al final ellas mismas acaban por encontrar el modo más adecuado de armonizar entre sí sin estorbarse jamás.

Cuando se traspasa el umbral la primera sensación que le asalta a uno es la sencilla tranquilidad que rezuma todo, la calidez de los rayos de sol ya casi al atardecer que se cuelan, como perdidos, por las ventanas, y van a posarse entre los recuerdos en sepia de épocas olvidadas. Es el ligero olor de limón dulce, madera vieja y tiempo suspendido el que hace que te sientas totalmente a gusto. Tan solo cuenta con la planta baja y una buhardilla, y es ahí arriba donde, para mí, se escode el tesoro más grande de todos los tesoros que hay aquí. La sonrisa se me escapa muy a menudo cuando veo las estrechas escaleras que suben hacia allá. Mil veces las habré subido y bajado, y mil veces me descubrí jugando a adivinar cuál de los escalones era el más escandaloso. Allí arriba no hay ninguna puerta, pero sí una curiosa cortina de cañas huecas, sombreros de bellota y cuentas de madera, y detrás de ella uno de mis lugares preferidos en el mundo: la biblioteca de la abuela.

El tejado a dos aguas lo impedía, pero si hubiera sido posible, tres de las cuatro paredes de la habitación habrían estado cubiertas de estanterías repletas de libros, hasta arriba. Tiene un gran ventanal que saluda al sol en todos sus amaneceres y un sofá a no más de dos metros en frente, viejo y pateado por la vida, pero mullido, con dos cojines y una manta pulcramente doblada. En invierno hace frío ahí arriba. Una alfombra raída, realmente grande, ocultaba las tablas del suelo y amortiguaba los pasos. En cuanto a los libros… Estaban por doquier, como una caótica invasión, pero cada cual en su lugar. Poblaban las estanterías bajas, rebosaban en mesillas dispares, se apilaban en baúles que ya ni si quiera se podían cerrar. Mi abuela, con humor, había guardado los libros de aventuras en su baqueteada maleta de viaje y los libros de cocina en un antiguo y abollado caldero, de manera que realmente parecía el caldero de una bruja rebosante de recetas mágicas. Tiene prácticamente casi todos los géneros que puedas imaginar. Y de muchas edades. Ediciones de dos generaciones hacia atrás o reediciones de apenas tres meses. De política, de misterio, de amor y desamor, de historias olvidadas y olvidos recordados, de humor y pesimismo, de magia y ciencia, sobre la vida y la muerte. Incluso algún extraño libro, escondido y descubierto por casualidad, de delicadas hojas quebradizas.

Sí, realmente la buhardilla era el lugar más asombroso de la casita, tal vez el más valioso, pero no por tener tantos libros que cualquiera hubiera podido almacenar durante años, si no por el olor. Un delicioso aroma que se expande por tus pulmones y te hace abrir los ojos de sorpresa cuando intentas definirlo, porque era como si todas las flores del jardín, todas las plantas, hasta la más mínima hoja, hubieran subido allí en primavera a pasar el rato. Un delicado olor totalmente equilibrado con cada ingrediente en su justa medida, quizá el sueño de cualquier perfumista hecho realidad en ésta librería casi escondida. Porque mi abuela, que se había leído casi todos los libros, había utilizado como punto de lectura las hojas de las plantas de su jardín, cargadas de cientos de fragancias, al igual que lo hiciera su madre y su propia abuela. Y cuando cogías un libro, cualquiera, y acercabas la nariz, podías oler su esencia. Lo más probable era que si leías un libro de historia amarga el olor a naranja ácida te acompañara, o si habrías uno de cocina te asaltara el olor de las fresas, tal vez algo de canela. Las historias de amor solían traer el perfume de las rosas y el jazmín, y aquellas de viajes y melancolía olían a otras muchas cosas. La biblioteca también se convirtió en una de aromas. Cientos de perfumes para cientos de libros, invariablemente repetidos, pero cada uno totalmente diferente, tanto como la propia historia que envolvían.

Cuando llego a casa de mi abuela siempre pongo el despertador muy temprano, antes del amanecer, para subir a la buhardilla y tumbarme en la alfombra a esperar las nuevas luces de la mañana y contemplar, entre las historias perfumadas, las motas de polvo captadas por los tímidos rayos de sol mientras danzan por el aire con la gracia de las bailarinas de ballet.

Es entonces cuando escucho a mi abuela pasear entre el verdor del jardín, cantándole muy bajito a la aurora, y pienso si en verdad no será un viejo espíritu de la tierra y ésta su casa de fábula, de esas que únicamente aparecen casualmente en los cuentos nunca contados, a la que tan solo puedes llegar si la consigues imaginar.



Imagen por: Flickr

10.11.09

¿los ves, guille? ¿los sientes?

-¿Qué se supone que es lo que tengo que ver, eh?
-Tienes que fijarte bien, ¿vale? Y tienes que escuchar. Si no los escuchas nunca vas a saber donde se esconden. Y jamás los podrás sentir.- dijo ella, abarcando con un gesto todo lo que había a la vista.
-Ya estoy escuchando, y te juro que no noto nada de diferente. Venga, no ha sido una buena idea venir aquí. Vámonos.
-¿Le tienes miedo al cementerio, Guille? ¡Le tienes miedo, le tienes miedo!
-¡Que no, Pecas! Yo soy muy valiente. No le tengo miedo a nada.- exclamó Guille.
Erin se movía entre las tumbas, cantando bajito, y entonces a él le pareció la niña más guapa del mundo entero. Tenía el pelo más rojo que su mejor rotulador y los ojos tan verdes que a veces los comparaba con el anillo de pequeñas piedras que tenía su mamá guardado en una caja. Y pecas. Pecas por todas partes, en la cara, en los hombros, en los antebrazos. De un tono clarito que iba muy bien con su pelo. Guille creía que sus pecas ivan y venían como les daba la gana, porque cuando tomaba el sol había más y cuando llegaba el invierno y todos se abrigaban, parecía que no tenía tantas. Se dijo entonces que es que a lo mejor a las pecas les gutaba tomar el sol, y por eso se agolpaban todas en verano. Imaginárselas peleando por un sitio en la bonita cara de Erin como cuando él iva a la playa con su familia le hizo sonreir grande. Al otro lado de las tumbas ella también sonrió. Un repentino golpe de aire agitó la hierva, su bufanda y las ramas de los árboles, alborotándola el pelo de fuego. Rió, gozosa, y le abrió los brazos a la mañana. Guille se estremeció, pero abrió la boca de asombro. Los vio. De repente vio a todos los contadores de historias que siempre la acompañaban a ella. Una única vez. Jamás volvería a verlos.

-¿Los ves, Guille?¿Los sientes?



Por fuera, Guille es un adolescente normal. Es todo lo normal que puede llegar a ser una persona de dieciseis años. Por dentro, es un adulto de veintidós.

Y es que la vida no lo ha tratado todo lo bien que debiera, y por eso creció antes. Pero, gracias a ello, todavía puede recordar y comprender, con perfecta claridad, los años oscuros de su corta existencia. Todavía puede rescatar los escasos buenos instantes. Aún es capaz de acordarse de ella. Por eso hoy se ha saltado un importantísimo examen de historia para venir a recordarla. Erin siempre decía que le gustaría morir el mismo día de su cumpleaños, porque así la gente no tendría que acordarse después de la fecha de su muerte y hacerse un lío. Y Erin murió el día de su cumpleaños. Entre los desafinados cumpleañosfeliz de todos sus compañeros y el reparto excitado y alegre de las chuches. De un aneurisma cerebral que la fulminó al instante y la dejó tirada sobre el suelo de la clase, como una preciosa muñequita dormida. Los niños se asustaron primero, luego pensaron que era un juego, y al ver que no se movía, acabaron por deducir que se había desmayado. La maestra debió llegar a esa conlcusión antes de tomarle el pulso. Guille lo supo en el mismo instante en que sus ojos dejaron de brillar, antes de cerrarse y caer. Antes de volver a Irlanda su familia la enterró en un ataúd blanco que a él no le gustó nada, y se quejó porque tendría que haber sido rojo. A Erin le gustaban mucho las cosas rojas como su pelo. Por eso Guille le trae hoy regaliz rojo, su preferido, a la chica pecosa de los fantasmas, para que tenga un regalo el día de su cumpleaños. Y para no olvidarse tampoco de los contadores de historias. Porque ahora lo acompañan a él. Nunca los ve. Pero siempre los siente.





pd: que le pasa al mundo con el amor? se supone que la llegada del otoño e invierno congela los corazones, paraliza los sentimientos. por qué todos hablamos de amor, entonces? no debería quejarme. estoy leyendo luna nueva por quinta vez (la saga entera). mi parte racional se empeña en decir que le gustan mucho los puntos de humor que tiene, que es solo por la risa. mi subconsciencia se arma de paciencia y dice que no. que es por la historia. de amor.

8.11.09

la perspectiva

Tumbada en mitad del salón que era a la vez cocina y dormitorio, Lithbeth observaba sus últimos cuadros. Los había alineado todos, pero como solo tenía dos caballetes los demás estaban apoyados donde había pillado. Intentaba descubrir qué era lo que tenían de especial.

La gente se maravillaba cuando abría una exposición, se deshacían en halagos, propuestas de compra y nuevas galerías, cada cual más suculenta. Y ella seguía sin comprender por qué sus pinceladas dejaban atónitamente maravillados a los demás. Era lo suficientemente honrada como para saber que pintaba bien y reconocerlo; además, le gustaba lo que hacía y como quedaba, pero en su interior creía que estaban sobrevalorando su pasatiempo. ¿Qué tenía de singular pintar un entierro, un gato callejero o un relámpago sobre la ciudad? ¿Qué tenía de espectacular retratar el cuerpo usado y tatuado de una prostituta en actitud lasciva? ¿Y la muerte repentina de un transeúnte atropellado? Para ella eran únicamente escenas grabadas en su mente fotográfica, tomadas como una breve instantánea, que luego gustaba de retratar en sus ratos libres. Como quien se devana los sesos montando un puzzle, los fines de semana.

Kafka se sentó a su lado mientras ella mordisqueaba una rosquilla, y le miró, como esperando una respuesta a sus preguntas. El enorme gato la observó a su vez con su único ojo, sin decir nada, ronroneando suavemente. Bostezando, se lamió los bigotes, dejando de mirarla a ella y dedicándose a examinar los cuadros que tenía delante, como un experto crítico de arte. Y Lithbeth suspiró, con una leve sonrisa colgando de los labios. Volvió la mirada hacia delante y pensó qué era lo que la llamaba a ella de todas las imágenes plasmadas. Descubrió que un único gesto, una postura, una cierta colocación en los objetos, llamaban insconscientemente su atención, y por ello guardaba en su mente todas esas escenas que, de algún modo, la habían hecho fijarse. Se preguntó entonces si todo lo que ella capataba también lo verían las personas que compraban los cuadros.



- No sé qué es lo que verás tú, querida, pero lo que deja a la gente con la boca abierta es la naturalidad de tus escenas. ¿Me explico?- Aryeh fumaba pausadamente mientras vigilaba al gato tuerto.- Es como si contemplaras la fuerza del destino a través de los cuadros, algo innegable, que no se puede cambiar. Porque tiene que ser así, y asi está bien que sea, nos parezca bien o mal.- le dio un sorbo a su capuccino, paladeándolo.

Lithbeth lo miró por encima del cuenco de café con una ceja alzada mientras intentaba comprender los pensamientos del hombre que tenía en frente. Lo había llevado al café de siempre, que él decía tenía un toque bohemio muy francés, e intentaba resolver sus preguntas entresacando las respuestas de las divagaciones de su amigo. Cuando el camarero llegó trajo un platito con atún para Kafka y se llevó una sonrisa sugerente de Aryeh mientras ella contemplaba pensativa la calle plagada de hojas de otoño.

tantas cosas...

Haría un montón de cosas por ti.
Quizá demasiadas.
Pero si te sientes perdido, yo siempre tendré un abrazo preparado y una brújula bien imantada.
Si tienes un día gris me aprovisionaré de pinceles para pintar un arco-iris.
Si sientes el corazón roto siempre te llevaré tiritas.
Si necesitas estar callado me sentaré a tu lado y compartiremos el silencio.
Si el cielo se te nubla rescataré al sol de entre las nubes para que ilumine tu día.
Si no puedes dejar de llorar te traeré pañuelos extra.
Si la montaña te parece demasiado alta bajaré el pico para que lo conquistes.
Si caes por un precipicio le compraré las alas a un ángel.
Si pierdes la fe en la ilusión atraparé el reflejo de la luna con un cazamariposas.
Si el sueño no quiere acudir lo sobornaré para que duerma contigo.
Si tienes pesadillas yo mataré los monstruos por ti.
Si viajas solo yo te acompañaré hasta que llegues a tu destino.
Si mueres… Si mueres, no moriré contigo, ¿sabes? Seguiré viva para recordarte y que permanezcas a mi lado en la memoria. Al fin y al cabo, si morimos los dos, ¿quién nos recordará a nosotros?


Imagen por: Google

6.11.09

los recuerdos asomados

La brisa juguetona se cuela por el balcón abierto y mece suavemente los visillos, mientras la mañana cáilda transcurre entre el ruido de la vida y las olas de mar. Las gaviotas chillan en el puerto, elevándose entre corrientes de aire, todo erizado de velas blancas y marineros afanosos. El olor de la sal se mezcla con el de lo que fue y lo que será y el de las cosas desconocidas allende el mar. Entonces los recuerdos se asoman al balcón, y miran atentamente hacia abajo, hacia la calle, hacia la vida, que cambia tan rápido que parecen breves aleteos de colibrí, con prisa, a trompicones, sin demorarse en nada pero parando por todo. Y cuando los cálidos rayos de sol, cada vez más débiles por el invierno, se pasean entre todas esas historias particulares, anónimas, todas con su propio principio y un incontrolable fin, todas con su propio fragmento de la perra vida como certificado de que sufrieron la cruel broma de estar vivos, todas, se funden en una sola cosa que a cada minuto crece, como bestia sobrealimentada y mimada, que traga cada segundo utilizado, deshechado y olvidado, para convertirlo en recuerdos.

Y ese tiempo usado se aplotrona en los balcones y observa atentamente la calle, mudo centinela de los momentos que aún han de pasar bajo su mirada, siempre en silencio, sin comprender cómo todo sigue su trascurso después de haber marchado sin que nadie diera cuenta de su falta, hasta que se resigna y deja en paz el presente para refugiarse en el pasado y observar con añoranza, desde ahí arriba, el puerto, las gaviotas, el sol y la vida.


Imagen por: Hel Des

5.11.09

el hombre que silvaba

El hombre que silvaba apareció por la calle principal, con las manos en los bolsillos y una mirada paseante.

Ah, para de una maldita vez; sabes que odio que silves. ¿Por qué? me aburro, a mí me gusta silvar, me divierte y me hace sentir bien. Pues me da igual cómo te haga sentir, me sacas de quicio siempre con el mismo sonsonete. Pues tú me desquicias a mí con la misma rutina; mi rutina tu rutina y te aguantas.

El hombre que silvaba pasó ante un escaparate, y su cara dubitativa se reflejó unos instantes.

Eh, ahora no te calles, ¿te has quedado mudo? No. Pues responde cuando te hable. Lo haré cuando tengas algo interesante que decirme. ¿Perdona? Cállate. ¿En qué piensas ahora mismo? Que te calles, he dicho; estaba dándole vueltas a lo de la rutina. ¿Y? Tienes razón. Por supuesto que la tengo. ¿Qué es lo que no entiendes de la orden cállate? bien, pues estaba pensando en que tenemos que romper la rutina, como sea; así no tendré que escucharte silbar y no nos aburriremos más. Genial, ¿y qué tienes? Hombres. ¿Qué?

El hombre que silvaba dobló la esquina. Observó ante sí las tiendas, los coches, los cafés, los callejones de trastienda.

¡La solución, idiota! ¿Qué solución?, vamos, dime. Siempre han sido mujeres, ¿recuerdas?, desde el principio, siempre mujeres; no ha habido ningún hombre; piénsalo, puede ser interesante; y luego podemos utilizar el callejón ese de ahí. ¿Cuál?, no lo veo. El de al lado del café, ¿qué te parece? Me parece que no tenemos hombre, al menos yo no veo a nadie, ¿tú? Yo sí, fíjate en la terraza del café, ese hombre que está leyendo. ¿Ese?¡es feísimo!, y viejo; ¿para qué lo quieres? Calla de una vez; fíjate bien en sus manos, tan delicadas delicadas, tan firmes; son manos de pianista; ¿no dijiste que te gustaban las manos de pianista? Sí, tienes razón. Y mira que ojos tan interesantes. Sin duda un precioso color esmeralda, ¿qué me dices? Que debe rondar los sesenta. ¿Y qué más da? ¿Crees que será como con las chicas? No tengo ni idea; por eso vamos a probar, ¿no? Tal vez sea distinto... Sí... creo que me gusta la idea. Pues claro que te gusta. Si me gusta a mí también tiene que gustarte a tí; somos la misma persona, ¿recuerdas?

El hombre que silvaba cruzó la calle y cuando estuvo ante el pianista sacó la pistola y disparó. Con precisión y puntería, un tiro limpio. Y desapareció por el callejón.


Imagen por: Flickr

4.11.09

la lluvia

La lluvia fina cae sobre la ciudad, como un ligero velo de muselina, que sumerge a la gran urbe en un extraño letargo, una quietud que nunca suele experimentar. Como si un maelström se hubiese paralizado en mitad del mar.

Y entre el vapor que sale del cuenco de café bien calentito Lithbeth observa a ese monstruo frenético que yace adormilado a sus pies, atenta, intentando descubrir algo, sin saber muy bien el qué. La ventaja de tener un ático en mitad de la ciudad es que podías salir al pequeño, casi diminuto balcón y mirar hacia la vida que transcuirría allí abajo, casi sintiéndote un dios, todo a tus pies y tu allí arriba, observando tras un cuenco de café bien cargado. Así es como se sentía ella a veces mientras intentaba adivinar qué es lo que estaría conteciendo a pie de calle. Hoy, Lithbeth no había bajado la vista hacia la calle desierta de gente y abarrotada de coches. Hoy se dedicaba a mirar más arriba, por encima de los rascacielos, hacia el techo plagado de nubes y ruidosos relámpagos, paladeando las gotas de agua que descendían como kamikazes dispuestos a todo y se disolvían en la nada cuando tocaban tierra. Se deleitaba con el reflejo de miles de reflejos en los cristales de los edificios. Sacó una de las manos y sonrió cuando volvió a meterla bajo el seco resguardo de la sombrilla que había sacado a modo de paraguas gigante, y que abarcaba toda la mesita redonda de madera en la que estaba sentada con las piernas cruzadas. Miró con atención el mitón mojado de su mano y descubrió entre los pliegues unas gotas suicidas que aún seguían vivas. Volvió a sonreir como una niña pequeña, con esas sonrisas que se contagian enseguida y son imparables, y de un salto salió bajo la lluvia y bailó. Bailó mirando hacia el cielo, hacia las nubes que jugaban a hacer carreras, hacia los relámpagos que la iluminaron cuando los plomos saltaron en toda la ciudad. Bailó porque se sintió pequeña, porque supo que podía hacerlo, y se sintió alegre.

Los maullidos lastimeros de Kafka la distrajeron, y rió toda la risa reprimida que guardaba en su interior. Alzó en volandas al gato negro y lo abrazó, mojándolo también, mientras él miaraba con anhelo el sofá caliente y seco en el interior de casa. Y aún con un poco de risa que gastar Lithbeth se metió dentro, sacudiendo el pelo y mimando al resignado y empapado gato mientras cantaba bajito poemas de artistas olvidados.


Y el tazón de café quedó humeando sobre la mesa, en compañía de la lluvia.

2.11.09

la chica de las pompas de jabón

La chica de las pompas de jabón gasta ojos viejos de gato juguetón.

Siempre se sienta en medio de la plaza, con su enorme barreño y un montón de alambres redondos, con rabito, y no para de moverlos como una bruja buena fabricando sueños en el agua, hasta que hace tanta espuma que se ríe cuado el viento se la hecha encima y le hace cosquillas. Los días de mercado todos esperan a que aparezca, y los niños corren a su alrededor nada más verla. Juega a ser duende reencarnado, contador ancestral de historias y acompaña siempre su palabra con burbujas suspendidas en el aire, que la brisa moldea a su gusto para darles, por un instante, la forma de todo tipo de personajes mientras la luz los dota de vida en el tiempo de un parpadeo. La chica va saltando de historia en historia, a cada cual más extravagante e increíble, sin acabar ninguna, tejiendo un enorme cuento hecho de recosidos de piruetas entre fantasía. Entretiene a los más pequeños con aventuras y fábulas y a los más grandes con recuerdos de viejos ensueños, enseñándoles a no perder jamás el brillo de la mirada, como cuando eran críos y la chica de las pompas de jabón venía a contarles cuentos a la plaza del mercado.

Y cuando ya no queda nadie que escuche sus relatos la chica de las burbujas se marcha, saltando en los charchos de luz en el día soleado, mientras canta una canción rescatada desde el fondo del baúl de su imaginación.

Imagen por: Flickr