12.11.09

la buhardilla

Mi abuela tiene una diminuta casa de campo, casi en la nada, pero a tan solo diez minutos de apacible paseo hasta la carretera asfaltada más próxima.

La heredó de su madre, y a su vez ella la heredó de su propia madre, mi tatarabuela, y nada más verla, ya de lejos, se puede apreciar que la casita no está en medio de la naturaleza, sino que pertenece a ella. Su jardín delantero es tan pequeño y recogido que la infinidad de plantas que crecen en él suelen saltar el murete de piedra vieja para desparramarse por doquier, como aventureros de un nuevo mundo. En una de las esquinas crece un robusto manzano, tan grueso como el abrazo de dos hombres y rudo y salvaje, pero que da las manzanas más dulces que yo haya probado jamás. Fue, durante mucho tiempo, el silencioso guardián de mis juegos a su sombra y entre sus ramas. El caminito que lleva desde el murete hasta la puerta desportillada muchas veces, en primavera, ni si quiera se ve, y uno tiene la impresión de que acaba de viajar a la selva. Una selva, sin embargo, cortés, que invita con soplos de brisa juguetona a que te adentres sin miedo. A mi abuela le gusta mucho su jardín y lo cuida con esmero, pero no como un jardinero. Deja que las plantas crezcan a su gusto, en la dirección y de la manera que más les plazca, y al final ellas mismas acaban por encontrar el modo más adecuado de armonizar entre sí sin estorbarse jamás.

Cuando se traspasa el umbral la primera sensación que le asalta a uno es la sencilla tranquilidad que rezuma todo, la calidez de los rayos de sol ya casi al atardecer que se cuelan, como perdidos, por las ventanas, y van a posarse entre los recuerdos en sepia de épocas olvidadas. Es el ligero olor de limón dulce, madera vieja y tiempo suspendido el que hace que te sientas totalmente a gusto. Tan solo cuenta con la planta baja y una buhardilla, y es ahí arriba donde, para mí, se escode el tesoro más grande de todos los tesoros que hay aquí. La sonrisa se me escapa muy a menudo cuando veo las estrechas escaleras que suben hacia allá. Mil veces las habré subido y bajado, y mil veces me descubrí jugando a adivinar cuál de los escalones era el más escandaloso. Allí arriba no hay ninguna puerta, pero sí una curiosa cortina de cañas huecas, sombreros de bellota y cuentas de madera, y detrás de ella uno de mis lugares preferidos en el mundo: la biblioteca de la abuela.

El tejado a dos aguas lo impedía, pero si hubiera sido posible, tres de las cuatro paredes de la habitación habrían estado cubiertas de estanterías repletas de libros, hasta arriba. Tiene un gran ventanal que saluda al sol en todos sus amaneceres y un sofá a no más de dos metros en frente, viejo y pateado por la vida, pero mullido, con dos cojines y una manta pulcramente doblada. En invierno hace frío ahí arriba. Una alfombra raída, realmente grande, ocultaba las tablas del suelo y amortiguaba los pasos. En cuanto a los libros… Estaban por doquier, como una caótica invasión, pero cada cual en su lugar. Poblaban las estanterías bajas, rebosaban en mesillas dispares, se apilaban en baúles que ya ni si quiera se podían cerrar. Mi abuela, con humor, había guardado los libros de aventuras en su baqueteada maleta de viaje y los libros de cocina en un antiguo y abollado caldero, de manera que realmente parecía el caldero de una bruja rebosante de recetas mágicas. Tiene prácticamente casi todos los géneros que puedas imaginar. Y de muchas edades. Ediciones de dos generaciones hacia atrás o reediciones de apenas tres meses. De política, de misterio, de amor y desamor, de historias olvidadas y olvidos recordados, de humor y pesimismo, de magia y ciencia, sobre la vida y la muerte. Incluso algún extraño libro, escondido y descubierto por casualidad, de delicadas hojas quebradizas.

Sí, realmente la buhardilla era el lugar más asombroso de la casita, tal vez el más valioso, pero no por tener tantos libros que cualquiera hubiera podido almacenar durante años, si no por el olor. Un delicioso aroma que se expande por tus pulmones y te hace abrir los ojos de sorpresa cuando intentas definirlo, porque era como si todas las flores del jardín, todas las plantas, hasta la más mínima hoja, hubieran subido allí en primavera a pasar el rato. Un delicado olor totalmente equilibrado con cada ingrediente en su justa medida, quizá el sueño de cualquier perfumista hecho realidad en ésta librería casi escondida. Porque mi abuela, que se había leído casi todos los libros, había utilizado como punto de lectura las hojas de las plantas de su jardín, cargadas de cientos de fragancias, al igual que lo hiciera su madre y su propia abuela. Y cuando cogías un libro, cualquiera, y acercabas la nariz, podías oler su esencia. Lo más probable era que si leías un libro de historia amarga el olor a naranja ácida te acompañara, o si habrías uno de cocina te asaltara el olor de las fresas, tal vez algo de canela. Las historias de amor solían traer el perfume de las rosas y el jazmín, y aquellas de viajes y melancolía olían a otras muchas cosas. La biblioteca también se convirtió en una de aromas. Cientos de perfumes para cientos de libros, invariablemente repetidos, pero cada uno totalmente diferente, tanto como la propia historia que envolvían.

Cuando llego a casa de mi abuela siempre pongo el despertador muy temprano, antes del amanecer, para subir a la buhardilla y tumbarme en la alfombra a esperar las nuevas luces de la mañana y contemplar, entre las historias perfumadas, las motas de polvo captadas por los tímidos rayos de sol mientras danzan por el aire con la gracia de las bailarinas de ballet.

Es entonces cuando escucho a mi abuela pasear entre el verdor del jardín, cantándole muy bajito a la aurora, y pienso si en verdad no será un viejo espíritu de la tierra y ésta su casa de fábula, de esas que únicamente aparecen casualmente en los cuentos nunca contados, a la que tan solo puedes llegar si la consigues imaginar.



Imagen por: Flickr

8 comentarios:

Diane Ross dijo...

¿Y la biblioteca de la abuela también huele a tarrones de azúcar y mermelada de fresa?

Me gusta esa casita, es todo un rincón perdido y para perderse. Algún día espero que me invite la abuela o su nieta ^^

Saludos de colores =)

Belén dijo...

Son sitios en los que huelen tanto a tu infancia que no puedes hacer otra cosa más que vivirlas :)

Besicos

Anónimo dijo...

Ay, por favor, como me ha encantado.
Yo también quiero vivir en esa casa =)

Un beso de piruleta soñadora!

Anónimo dijo...

Qué tendrán las buhardillas, entre el fatigoso polvo, el moho rancio y ese olor a antigüedad, que las hace tan irresistibles y llenas de secretos?
Otro texto genial, muás

p.strange dijo...

Has descrito mi casa de campo.
Sólo que no tiene una buhardilla tan genial.
Pero si una habitación granate recién pintada.

Yo pongo los libros y el lugar.
Y tu los olores.

(No es una proposición indecente,
sino intrínsicamente cultural)


Una genial historia,
si señora.

El delineante de cumulonimbos enterrados dijo...

Pero seguro que ese olor se debe a los libros y al tiempo que navega entre ellos.

Saludos subterráneos.

BellaKris dijo...

Hola me ha encantado tu blog.Tu entrada es una historia fantástica,tan descriptiva..me gusta como escribes,por ese motivo,te agrego para seguir leyéndote.

Un saludo desde el otro lado

Amarilla dijo...

que descripción tan bonita!!!... estaba pensando en un lugar como ese antes de volver a casa.